Dediqué mi vida a unos menesteres de los cuales aún me pregunto que fue lo que saqué en claro.
Pasé tardes enteras a la sombra de los árboles, leyendo, (o haciendo como si leía) poemas de Becquer y cosas por el estilo.
Perseguí a muchachas de finas pieles por las callejas de mi barrio hasta hartarme. Mejor dicho, hasta que ellas se hartaron de mi.
Corrí delante de la policía innumerables veces después de incendiar contenedores, arrancar carteles de partidos políticos o pintar frases que suenan a libertad en las fachadas del ayuntamiento, por eso de que ser joven significa ser revolucionario.
Me rompí los nudillos de la mano derecha por un calentón inesperado y una pared mal situada, me rompí los ligamentos de la rodilla por perseguir mis sueños de fama y balón, me rompí los pulmones fumando humo mientras pensaba que hablaba de filosofía, y me rompo el hígado bebiéndome el tiempo que se me escapa entre los dedos.
Los libros que antes leía hoy se preguntan donde les habré olvidado, las muchachas a las que antes perseguía hoy se acercan para saber si me encuentro bien, y los policías que antes iban tras de mi tienen la duda de si ya se me acabaron esos ansias de volar..
Después de todo esto me pregunto que cambiaría de mi si volviera a nacer: lo único que cambiaría sería el convertirme en astronauta. Si, astronauta. Para que, una vez hubiese llegado a la Luna, no clavar en ella ninguna bandera. Y así, cuando al regresar me preguntaran el porque de tan nefasta insensatez yo les podría decir, que no, que ni patria ni bandera...
Eternamente tuyo, Philosophia.
si señor!
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