Los caminos
tienen ojos. Piensan.
La senda que unía el modesto pueblo de Ujkania con su hermana
mayor, la poderosa ciudad de Kafkania, era un caminito de no más de cinco
metros de ancho por el que los comerciantes de especias que volvían locos a los
hombres y les hacía hablar de la vanidad de dioses dormidos se veían obligados
a realizar verdaderas virguerías para poder atravesar con sus carros tirados
por caballos.
Esta travesía entrañaba diversos peligros, puesto que la
frondosidad vegetativa que lo flanqueaba era el hogar de todo tipo de
malhechores y rufianes que buscaban una forma poco honrada de ganarse la vida. Si
a esto le sumamos la sensación de vacío y soledad del paisaje y la oscuridad en
que estaba sucumbido podemos imaginar el pánico que sentía la gente al cruzar
este camino.
Nuestro personaje no era como el resto. No tenía nada que temer.
Era conocido como un hombre místico y extraño. Nadie sabía con certeza qué edad
tenía. Quizás fuese algo atemporal, como una pintura, una melodía, un soneto…
decían los viejos del lugar. Lo único seguro es que no procedía de este mundo.
Y el camino lo sabe. Y dejará ser
cruzado por él.
Suerte amigo.
Eternamente tuyo, Philosophia.
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